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La bolsa europea de periodistas y el mercado de espías

Margit Vészi


Unos años después de su divorcio, Margit Vészi decidió visitar el frente y escribir reportajes para los periódicos Est y Pester Lloyd. Sus artículos fueron publicados en 1915 bajo el título Europa en llamas.

Lugano, a 9 de agosto [de 1915] Afable caminante, al pasear por primera vez al pie de los morados montes de Lugano, a la orilla del lago que azulea cumplidor como en una postal, entre la suavemente ondeante multitud de elegantes y corteses señores e intachables damas vestidas de blanco, debes de constatar con cierto desengaño y malestar que has acertado a llegar a un lugar insulso que recuerda a Abbazia, en el que el bienestar exhausto por el bochorno descansa con aristocrática indiferencia, lejos de guerras, política y sucios negocios. Al cabo de unos días, tras la debida atención, ciertas indicaciones y sobre todo una observación aguda verás bajo otra luz muy diferente el aburridamente decoroso balneario y su “distinguido” público, ese carneval constante, algo temeroso y no poco repugnante, donde todos llevan el rostro enmascarado sin necesidad de máscara. A los espías más ordinarios los conocerás por su nombre, la mayoría de las veces por su nombre de guerra, te enterarás de que algunos finos cuellos de mujer inclinados bajo el peso de las joyas acabarían en la horca en cuanto cruzaran la frontera de su país porque la señora en cuestión, de nombre biensonante, es una espía de poderes enemigos excelentemente remunerada. Aprenderás a responder con evasivas a las preguntas, al parecer inocentes pero en realidad espinosas y hechas con ardiente curiosidad, de impecables señores. Aprenderás asimismo a no asombrarte ante la súbita desaparición por la noche de alguien que has acostumbrado a ver y que ha desaparecido debido al nudo que llevaba alrededor del cuello o los ojos en alerta de las autoridades locales. Una ignorante como nosotras no puede entender el trabajo de los espías. ¿Qué cosas dignas de espiar puede haber en esta pequeña, tranquila y bochornosa ciudad?, ¿por qué se reúnen precisamente aquí los espías de todo el mundo junto a la cohorte de espías que van tras los otros espías? Cuesta darse cuenta de ello, pero una manía persecutoria lenta pero segura se apodera de la recién llegadatodos los vivos son sospechosos que jadea en este insólito ambiente, hasta que de pronto se acostumbra al método, y esto produce automáticamente una reacción: verá las cosas con humor, se sentirá como si fuera un personaje de un folletín familiar o de una intrigante película policíaca. Aprenderá, como regla básica, que todos son diferentes de los que afirman ser. Que están aquí por otra cosa que la que confiesan y no se enfadará sino que se divertirá al descubrir que el elegante señor mayor que en el tren se empeñó en presentarse como un conde español y se interesó por el ambiente que reinaba en Hungría, aquí figure como rico industrial alemán, mientras que en el registro de forasteros aparece como norteamericano. Una aprenderá también a charlar sobre cosas indiferentes en las terrazas de los cafés al percatarse de que, a ambos lados, dos caballeros sumergidos en sus periódicos están pendientes de sus palabras. Han llegado por separado, no se saludan, no parecen conocerse, pero hace un par de días, al regresar por la noche de la oficina de correos bajo los oscuros soportales de la pequeña ciudad, los vi reunidos junto a una mesa cubierta con un mantel rojo, al fondo de una sospechosa osteria, donde hablaban en confianza, en voz queda, inclinados muy cerca uno del otro. ¡La oficina de correos! Por las noches, cuando el último barco trae los periódicos italianos, los periodistas extranjeros que hay por la ciudad, y somo muchos, nos precipitamos allí. Trabajamos en una habitación en penumbra, junto a mesas o a estantes murales, escribimos los telegramas. En su mayoría son colegas mayores de Berlín, Alemania o Austria. Si estamos entre nosotros, alguno que otro juramento enérgico junto a una de las mesas alude a que han vuelto a descubrir otra mentira solemne en los diarios italianos, y cuando llega el falso periodista francés, ese hombre rechoncho, todos ocultan sus escritos con la mano izquierda: sabemos que siempre tiene un ojo puesto en el telegrama de su vecino. Fuera, por las estrechas calles, retumba todos los días con desagradable fuerza el toque de queda: una marcha a la italiana, que suena mientras recorren la ciudad. Los periodistas alemanes acuden ante el Gabrinus a tomar cerveza, sus esposas ya les están esperando pacientemente. La mayoría vive aquí con su familia, los vecinos de Lugano están acostumbrados a ello y toleran la palabra alemana; en Ginebra no podrían quedarse debido a la actitud enemiga y eminentemente francesa de la ciudad. Aquí reciben al forastero con amable hospitalidad, comprendiendo prudentemente que en este mundo actual tan pobre en forasteros, la ciudad puede sentirse afortunada porque tantos extranjeros hayan llegado a parar aquí. Los días transcurren con lentitud y tranquila uniformidad. A veces aparece algún que otro conocido de Milán, rostros amigos: cordiales saludos, corteses preguntas, luego, bruscamente, nos acordamos de la guerra. Silencio desagradable, esfuerzos turbios para evitar las cuestiones punzantescierto titubeo (¿vale la pena discutir con inocentes mentes engañadas y ofuscadas?), una repentina desconfianzano, no se puede seguir hablando así, con el viejo tono. Despedida con un suspiro de alivio, y el viejo amigo íntimo o querido conocido se aleja con fingida afabilidad como un enemigo extraño que desea nuestra perdición.

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