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László Darvasi

La pregunta
¿Qué palabras son de origen húngaro en la lengua castellana?
Vampiro, doloman, húngaro.
Cíngaro, ugrofinés, Violante.
Coche, húsar, czardas.
Respuesta

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Géza Csáth

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El origen del olor a tiza

Ádám Bodor


Rekk el Peludo, el rentista, vive en una casa que tiene los ojos cerrados, la ventana que da a la calle permanece oculta por una contraventana. La puerta de la calle está siempre cerrada, el patio tras el cerco de hojalata es minúsculo y árido, no crece en él hierba alguna ni buena ni mala, porque Rekk el Peludo, desde el comienzo de la primavera, lo riega con todo tipo de soluciones; durante las secas semanas veraniegas, cuando el viento, que se arremolina perezoso bajo los muros lo seca aún más, el adusto patio se asemeja a un desierto protegido por un trozo de valla.

Rekk el Peludo, el rentista, vive en una casa que tiene los ojos cerrados, la ventana que da a la calle permanece oculta por una contraventana. La puerta de la calle está siempre cerrada, el patio tras el cerco de hojalata es minúsculo y árido, no crece en él hierba alguna ni buena ni mala, porque Rekk el Peludo, desde el comienzo de la primavera, lo riega con todo tipo de soluciones; durante las secas semanas veraniegas, cuando el viento, que se arremolina perezoso bajo los muros lo seca aún más, el adusto patio se asemeja a un desierto protegido por un trozo de valla.

Rekk el Peludo, el vecino tranquilo se deja ver por la calle-con seguridad-dos veces. La primera por la mañana temprano, al dar un paseo hasta la panadería con una pringada bolsa de asa de alambre en la mano y el dinero para pagar el pan en un sobre cerrado. Luego la siguiente, hacia la tarde, cuando sale por la puerta de la calle con su cubo lleno de aguas inmundas para vaciarlo. En esas ocasiones o regresa en seguida a su árido patio o se va a vagabundear por ahí con el cubo en mano. Él es simplemente el “hombre vespertino del cubo”, su figura inspira tal indiferencia que pocos vuelven la cabeza tras él.

Al otro lado de la calle, vive Vilmos Trenkó, sin sospechar nada, junto a su numerosa familia, los dos viejos, Trenkó y su mujer, tres hijos varones y dos hijas, los yernos y las nueras. Esa gente ha cubierto su patio de una parra y de clematis, ha plantado por todas partes dalias, dondiegos y becerras, y ha sembrado por todo lo alto y ancho del patio acedera, eneldo y perejil, y desde los pies de los muros hasta los aleros, se alzan al cielo enjutos tallos de malvas. Suelen comer juntos alrededor de una gran mesa común en el cenador o en el propio patio, a veces sólo ligeramente vestidos, chancletean y conversan enfundados en leve ropa interior y en zapatillas. Sus frecuentes invitados también se mueven entre ellos en mangas de camisa como familiares cercanos. Y conversan. Están acostumbrados al silencio polvoriento y seco de la casa de enfrente, de sus ojos siempre cerrados, y de que su propio patio sea abrasado sobre todo por el sol, y no por la ardiente mirada de gente curiosa. Nunca piensan en Rekk el Peludo.

Y eso que Rekk el Peludo, salvo cuando está fuera de casa por sus correrías matutinas con la bolsa o por su paseo vespertino con el cubo de las aguas inmundas, se pasa el día sentado en casa en un taburete de largas patas junto a la ventana de su habitación oscurecida por las contraventanas.

Está sentado delante de un agujero que taladró en una de las contraventanas tras clavarla definitivamente. La madera alrededor del hueco, se ha quedado pringosa de tanto tocarla con su nariz, se ha podrido y esponjado por su hálito, y de no tratarse de su propio olor, el mismo Rekk el Peludo podría sentir lo hedionda que se ha vuelto por su proximidad. Pero Rekk el Peludo no conoce su propio olor, ni le interesa. Le interesa más qué come la familia Trenkó, qué puede permitirse, cuánta carne deja en los huesos roídos, y, de paso, cuál es su opinión, por ejemplo, sobre el pan de cada día en general, el manto presidencial, la Academia de las Ciencias o los excelentes tintes para el pelo.

Él simplemente está sentado tras el agujero practicado en la tabla, está sentado y vigilando con suma tranquilidad, y piensa que el tiempo trabaja para él.

Sin embargo, un día se acojona. Un día, que siente olor a tiza en la habitación. Ese olor que escapa de las aulas con relativa poca frecuencia, no se ha colado desde la calle a través de aberturas o fisuras ni por el hueco taladrado por él. Su fuente está en alguna parte de la habitación en penumbra. Rekk el Peludo no para de dar vueltas alrededor de sí mismo, y es incapaz de librarse del olor a tiza. Lo persigue como una impertinente mosca y se posa en la punta de su nariz. Está allí, hay que olerlo.

Entonces Rekk el Peludo enciende la luz, y ve a sí mismo en el turbio cristal de la ventana abierta, ve que tiene la nariz manchada de tiza. Mientras se la limpia, descubre el mensaje escrito con tiza bajo la mirilla:

TÚ TIENES LA NARIZ MANCHADA DE TIZA.

“Yo tengo la nariz manchada de tiza”.

Desconcertante. El que lo escribió, estaba en lo cierto. Hay que agararrse a algo. Sí, sí, porque la tiza de la que su nariz se ha manchado es la misma con la que un desconocido ha garabateado un vaticinio en la parte interior de la contraventana.

Desconcertante. Alguien. Un fulano. Un individuo, el que quizá incluso en este mismo momento esté agazapado en un anaquel tras el hueco taladrado en la tabla del armario, acechándolo mientras respira jadante.

Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez

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