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Cómo se cumplió el deseo más ferviente de mi vida

Traducción de José Miguel González Trevejo

Fuente: Revista Jelenkor
Jelenkor • Pécs, julio de 2004
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El deseo más ferviente de mi vida se presentó a los seis años en el horizonte de mi conciencia. Fue una de sus variantes, Estadio Popular, el rival: el finalista del campeonato del mundo, los brasileños. Minuto noventa. Gol de la victoria. Más tarde hice algunas pequeñas concesiones, pero el mismo complejo-idea del “tiro a gol – campo de fútbol grande – partido oficial” me atravesaba como un ácido corrosivo – junto al segundo deseo más ferviente de mi vida, María Schneider. María Schneider, la protagonista de El último tango en París, se convirtió, rondando yo ya los dieciséis años, en el segundo deseo más ferviente de mi vida, desde entonces los dos deseos más fervientes de mi vida fueron esos; ambas cosas, ambas carencias ejercieron su influencia disimuladamente, como una exigencia cruda, directa, evidente, oculta cual arroyo subterráneo, enmascarada, de forma cambiante. Mi graduación, la mili, y mientras pensando sin parar en el tiro a gol y en María Schneider, mi boda y mi divorcio, y mientras el tiro a gol y María Schneider presentes en mi mente; gracias a algunos subterfugios conseguí un piso de alquiler del ayuntamiento, y mientras, enfrascado hasta el final con el tiro a gol y María Schneider. La esencia de todo lo que me sucedía estaba compuesta por esta doble necesidad. ¿Que publicaban mi libro? Tiro a gol y María Schneider. ¿Que medía la longitud de la alfombra presionando el tubo de pasta de dientes sobre ella? Tiro a gol y María Schneider. ¿Que me bebía un tinto de verano de un metro cuadrado en la Flor de Piedra? Tiro a gol y María Schneider. Fueron pasando las décadas, los siglos, los milenios, cumplí los cuarenta, en tardes melancólicas de otoño empezó a agitarse en mi interior la inequívoca idea de que quizás mis posibilidades se hubieran reducido a la mitad. Por ejemplo, a María Schneider no la veía desde hacía veinte años, ni en la pantalla de cine, ni en vivo, no sabía nada de ella. Para entonces me habría conformado con jugar a las chapas con ella o ver uno de los partidos del Honvéd contra el Vasas. Mi paciencia era ya solo una de las formas de la ironía. Al final del Último tango Marlon Brando persigue obsesionado a María Schneider, que le responde continuamente que se acabó, adiós, le fini. Yo también sentí algo parecido al le fini.

En el verano del noventa y seis me presentaron en Berlín a un chaval húngaro que me invitó a un entrenamiento del Utopía SC, un equipo de fútbol del Freizeit, o sea, la Liga de Tiempo Libre y en un santiamén me encontré en la surrealista situación de convertirme en jugador de un equipo que participaba en un campeonato organizado de fútbol grande, y por añadidura alemán, de esos cuyos resultados publicaban los lunes en el diario deportivo local. Descuidé el arte de las letras, dejé de fumar, sólo bebía cerveza y Ferne Branca, como mucho la dosis diaria, y practicaba incluso en sueños la táctica del fuera de juego. ¡László raus!1 Solían gritarme mis compañeros de equipo, lo soltaban a voz en cuello, ¡László raus! Y yo salía pitando del área grande. Una vez llegó el milagro, me hicieron entrar al campo, y tuvo lugar un milagro aún mayor: en el minuto ochenta, con el cero a cero, atacamos al rival, mi compañero Jens, el albañil, que según decían había figurado en películas porno, corre la banda izquierda, la pelota me llega medida a las botas, disparo, a cámara lenta, el portero se lanza, alcanza a tocarla con la punta del guante, pero yo acabo de tirar a gol, no sea que el burro me lo pare, no, sólo la roza. Lo miro otra vez, sí, gol. No es cuento. La metí, hala, y santas pascuas, ya está. Vacío hueco, permanezco inmóvil, indiferente, aterido, inexpresivo, tembloroso, plomizo, inerte. Estoy presente y a la vez lejos, algo espantoso me está derrotando. Me giro, rostros desencajados vuelan hacía mí, mis compañeros, me atropellan con su mirada, ¡Tor!, o sea ¡gol!, gritan de igual manera que el ¡László raus!, mi amigo húngaro, olvidado de sí mismo corre hacía mí, ¡tor!, brama, ¡tor!, ¡tor!, se hinchan las venas de su cuello. Levanto los brazos, pero no es un movimiento de celebración, es un movimiento defensivo, quedan confusos, el éxtasis se marchita en sus rostros, me golpean la espalda, me dan pescozones, después, rápidamente, en silencio, casi avergonzados, damos la vuelta hacia nuestro medio campo. La alegría del gol en punto de congelación. Orgasmo helado.

Empiezo de nuevo a beber, a ir de fiesta, a fumar, vuelvo a la realidad, basta de quimeras vagas, utopía raus. Se ha cumplido el deseo más fervoroso de mi vida, uno de dos, ya es algo. Yo- vida: uno-uno, equis. Y me he dado cuenta de por qué no me alegró el gol, por qué no podía alegrarme: porque antaño había vendido mis entrañas, malgastado, explotado y abusado, había despilfarrado de antemano la fianza del gol, había parasitado en su cuello, bebido su sangre toda mi vida.

Me entró una nueva costumbre, todas las semanas compraba el periódico Zitty, en el que publicaban también noticias de estrellas de cine. A la interesante pregunta de si vino a Berlín a rodar una película Maria Schneider, si quedé con ella y cómo se desarrolló nuestra cita, ya responderé en otra ocasión. O no, mejor ahora. No vino, no quedamos, no se desarrolló de ninguna manera. Pero un amigo griego me contó que el sueño de su juventud también era María Schneider hasta que ésta viajó con su novia a Atenas para la presentación del Último tango, él, Alexis, vio a las enamoradas deambular al pie del Acrópolis. Desde entonces han pasado treinta años. Imagen de archivo: una señora lesbiana y un gol exento de alegría. Y entonces ¿porqué me alegro tanto? ¿Porqué me siento ahora como si algo vibrara en el ambiente, algo excitante, prometedor, como el ozono antes de la tormenta?

1: “¡László, fuera!” en alemán en el original (N. del T.)


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