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László Darvasi

La pregunta
La familia Thyssen-Bornemisza es, en parte, de origen húngaro. ¿Qué significa Bornemisza?
Es un nombre frecuente en Hungría quiere decir “el que no bebe vino”.
No tiene sentido, es el nombre de una familia noble que probablemente procede de un topónimo.
No se conoce el origen de la palabra Bornemisza. Es posible que tenga antecedentes georgianos.
Respuesta

La lectura del mes
Géza Csáth

Balassi Institute
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Rincones literarios
La frase inacabada (Fragmento)

Tibor Déry
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Por culpa del implacable frío, las calles habían quedado desalojadas ya muy temprano por la noche, y puesto que en los edificios, en la mayor parte nuevos, todavía había plantas completamente vacías aguardando sin luz, las persianas de los cuartos habitados retenían la iluminación interior, y fuera solo estaba encendida una de cada dos de las dispersas farolas de gas, cuyas débiles luces se arrebujaban bien en la niebla; la calle Csáky permanecía oscura y sin transitar en esta noche de diciembre como una vía de ferrocarril fuera de servicio.

Capítulo 1

Por culpa del implacable frío, las calles habían quedado desalojadas ya muy temprano por la noche, y puesto que en los edificios, en la mayor parte nuevos, todavía había plantas completamente vacías aguardando sin luz, las persianas de los cuartos habitados retenían la iluminación interior, y fuera solo estaba encendida una de cada dos de las dispersas farolas de gas, cuyas débiles luces se arrebujaban bien en la niebla; la calle Csáky permanecía oscura y sin transitar en esta noche de diciembre como una vía de ferrocarril fuera de servicio. No se oían coches o pasos humanos, solo el crujido del hielo entre los adoquines, y la densa niebla que de forma más fina era la continuación de la nieve sucia y negra que había cubierto del todo las paredes de las casas, las farolas, y los voladizos de los portales y ventanas. No se podía ver ni a diez pasos. En las bocacalles donde había más corriente la niebla se aclaraba a trechos, desintegrándose en minúsculas formas irregulares que, como un empapelado de flores gris, forraban las paredes de las casas de largas ramificaciones parecidas al helecho, y de vez en cuando las recorría un temblor como cuando uno fija la mirada en los ramilletes del empapelado justo antes de dormirse. Donde no era interrumpida por esquinas, la calle se había convertido en el largo vestíbulo de un piso abandonado cuyas puertas estaban todas cerradas, y de donde los porteadores ya se habían marchado, habiendo dejado el último las luces encendidas. La sensación de frío y soledad era agravada por el saber de que a unas calles más allá –aunque por culpa de la niebla no se podían ver las casas que lo separaban ni la distancia real– se extendía paralelamente el helado Danubio con inmensas masas de hielo y nieve transpirando frío como una sábana volante, y detrás del río a través de las capas sensitivas de la conciencia se atisbaban las montañas de Buda, conocidas pero invisibles, y por sus colinas un viento imaginario empujaba la niebla sin cesar hacia el barrio del Lipótváros, que se hallaba más abajo. De vez en cuando unas corrientes más fuertes removían los dibujos del empapelado o lo arrancaban de la pared por completo, y el vestíbulo vacío de repente se alargaba y volvía a transformarse en la familiar calle Csáky. En el techo también se abría una grieta como si la realidad se hubiera hartado de participar en el burdo juego de los símiles, y por encima de los encajes de la niebla asomase el cielo invernal con su sincero color y sus fulgurantes estrellas.

A pocos pasos, en la esquina de la calle Sziget, volvía a cerrarse la niebla, esta vez en formas más gruesas, así que no daba la sensación de un techo plano sino de un monte, y por debajo la calle se convertía en un túnel estrecho y abandonado, bajo cuyas bóvedas todavía se percibía el sabor a humo y hollín ya disipados. Ese ligero olor a pavesa que en realidad llegaba a la ciudad desde las fábricas de Óbuda y Újpest cambiaba de golpe las imágenes provocadas por la niebla. Esta había trasladado hacía un minuto gracias a una rápida corriente la calle Csáky a orillas del Danubio, a los pies de las montañas de Óbuda –como en América, donde la gente arrastra toda una hilera de casas de un sitio al otro–, y tras las olas negras había hecho sentir los vientos y la oscuridad que descendían de las montañas por encima de las titilantes estrellas de las farolas, evocando los crujidos de las enormes placas de hielo sobre el Danubio y su imaginario olor a nieve. Ahora el olor a humo ligero, pero real, como unas agujas automáticas, cambió de repente la marcha y remolcó la impotente calle hasta las industrias de la carretera de Váci y la estación del Oeste. Detrás de la niebla se vislumbraban oscuros almacenes en cuyo interior se oían –como antes el murmullo del viento y de los bosques– los pasos de los vigilantes nocturnos andando a tientas y que hacían menos ruido que el tictac de un reloj. En la lejanía se oyó el traqueteo de un tren. Eran las diez, sería el expreso de Praga que acababa de entrar bajo el invisible vestíbulo de cristal de la estación del Oeste. Desde un portal llegó un olor indefinible, posiblemente de un bidón de basura: olor a harapos, cáscaras de huevo, mondaduras de patata, ceniza y papel húmedo. Esos olores distintos, como cubos de un juego de construcción, creaban imágenes deslucidas sobre pisos abarrotados, y las proyectaban a la calle. El olor flotaba por encima de las aceras, tan sugerente y persistente que sobre las paredes de niebla a la altura de las plantas, como imágenes proyectadas, algo borrosas y grises, pero totalmente animadas, aparecían las visiones superpuestas de tugurios con camas atestadas, cuartuchos que servían de cocina, ollas sin fregar, jergones, y entre ellos, zapatos desbocados.

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