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Rincones literarios
Petyák

Ernõ Szép
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¿Y te acuerdas de Petyák? Sí, ese, el taquígrafo con el que te podías abonar para que te saludara. ¡Qué tipo tan simpático era! ¿No sabes qué ha sido de él? Llevo al menos quince años sin verlo.

¿Y te acuerdas de Petyák? Sí, ese, el taquígrafo con el que uno te podías abonar para que te saludara. ¡Qué tipo tan simpático era! ¿No sabes qué ha sido de él? Llevo al menos quince años sin verlo.

Muchas veces estuvo de mirón durante mis partidas de macao en el club Otthon. El tal Petyák nunca jugaba. Había allí otros pelagatos como él: el que quiere jugar a las cartas, siempre tiene dinero para ello, lo mismo que el borracho, por miserable que sea, siempre encuentra diez céntimos para un trago. ¿Pues este por qué no jugaba? Quizá, como era un chico tan bueno, su alma no fuera capaz de ganarle una corona a nadie. Y también es cierto que hay gente que nace para mirón, su pasión es ver a los otros jugar a las cartas. Es posible que se negara a jugar por pura astucia. Iba a lo seguro. Tampoco junto a la mesa de ajedrez he visto a Petyák hacer otra cosa que observar la partida; no arriesgaba ni con eso: el que perdía la partida, pagaba el uso de la tabla. Estar de mirón, por supuesto, suponía cobrar por ello. Hay mirones impertinentes, que menean la cabeza e incluso intervienen en la partida y al término de ella critican al amargado perdedor. Y una vez el ganador les ha entregado el dinero bajan la vista a la palma de la mano con una sonrisa burlona. Petyák, en cambio, susurraba “le beso la mano” incluso al más tacaño que le daba propina y agachaba la cabeza tan bajo que desde lejos parecía que lo hacía de verdad. Era un mirón leal y ferviente, no se le oía ni un carraspeo, se volvía incorpóreo sentado en aquella silla a la espalda del jugador. A veces se levantaba con infinita cautela, se deslizaba de puntillas hacia otra parte de la sala, allí se inclinaba ante un fumador que sacaba su tabaco inglés sin decir palabra, y Petyák le rellenaba la pipa, un placer, señor. ¡También su manera de fumar en pipa era elegante y discreta! no exhalaba más humo de lo que le correspondía a un Petyák. En el club se mantenían acaloradas discusiones literarias, se gastaban crueles bromas, pero él no abría la boca nunca. Ni siquiera se le oía quejarse del tiempo. A lo mejor ni siquiera se atrevía a tener una opinión acerca de eso. Esos Petyák parecen, si es que uno se da cuenta de ellos, tomar como un tremendo honor el solo hecho de existir en el mundo.

Ay, ¿y conoces a la señora Petyák? Un día, de pronto, Petyák consiguió una esposa. Una falda corta lo esperaba siempre abajo en el guardarropa. Eso era hacia finales de la guerra. Le pedimos cuentas. Ni siquiera entonces habló, solo levantó la mano: llevaba un anillo de boda. Nos reímos a carcajadas. Alguien le gritó:

–Menudo gamberro, ¿se ha casado con una mujer?

Agachó la cabeza, como pidiendo perdón:

–Estaba muy despistado.

Allí estaba sentada, paciente, la señora Petyák, leyendo, alzando la mirada hacia todos y sonriendo. Era una mujercita ñoña, hacían una perfecta pareja. Petyák también era un tipo sonriente, y la mujer menuda y delgaducha como él.

La primera acción de Petyák data de esos tiempos, es decir, los primeros meses del matrimonio. Huelga decir que nos asombró a todos la actuación de ese hombre que se sospechaba tan dado a la papanatería.

Si mal no recuerdo, estábamos en el último año de la guerra cuando la mente de Petyák concibió la idea. Muy probablemente el nacimiento de tal pensamiento se debía a la inmensa pobreza; el sueldo mensual que recibía el taquígrafo en la redacción apenas si le llegaba para comprarse un par de zapatos.

Petyák me honró también a mí: -¿Ha oído ya de mi acción, señor? (Claro que sí.) ¿No desea suscribirse, señor? Saludo a mis abonados cuando vienen al club o nos cruzamos por la calle tal como ellos me piden. Lo mínimo es que les salude gritando “le beso la mano”, pero también es posible abonarse a un beso real en la mano, es lo más caro, cinco mil al mes.

Cinco mil por esos tiempos debían de valer como diez forintos hoy.

Añadió que había que pagar las mensualidades con antelación.

Un redactor (civil) se abonó a una forma de saludo que consistía en que Petyák (asimismo un civil) lo saludaba militarmente, golpeando la palma de la mano izquierda contra el muslo mientras erguía bien la cabeza, según la costumbre militar.

Otro redactor se abonó a un saludo musulmán llevando la mano al corazón, la boca y la frente.

Un cuentista novel le impuso a Petyák que se quitara el sombrero a tres pasos de él y se inclinara tan profundamente que el busto hiciera un ángulo recto con las piernas.

A un viejo reportero desarrapado Petyák le gritaba: le saluda su humilde servidor, dintinguido señor. (Entonces aún no había tanto señor distinguido).

Uno de nuestros poetas se abonó a que Petyák se sentase al borde de la acera, lo mirase con la boca abierta y se quedara así durante un minuto.

Siguiendo al poeta, un actor menos celebrado se abonó al mismo servicio, comprometiéndose a abofetear a Petyák in situ como se echara a reír. Entre los abonos había simples “le beso la mano”, y al menos una docena de verdaderos besamanos.

A mí se me ocurrió la idea de saludar a Petyák de la forma más cortés, con el sombrero, mientras que él debía mirarme de pies a cabeza y luego darme la espalda con desdén. Le entregué con antelación la tarifa del besamanos real para un mes. Cinco mil. Para un jugador de naipes nada es caro.

Ya te puedes imaginar cómo se quedaban los que iban conmigo por la calle cuando me cruzaba con Petyák. ¿Y esto qué significa, quién es este canalla? ¿No lo conoces? Es Petyák, un hombre de mucho talento, al parecer me guarda rencor por algo, o tiene claro mi valor y por eso no recibe mi saludo.

Tras dos o tres saludos, mejor dicho, de no saludos, el pobre Petyák empezó a titubear: 

–Le ruego, señor, coja su dinero, es que esto no se puede aguantar, es inmensamente bochornoso.

Quizás ni siquiera hubiera pasado un año desde que nos habíamos enterado de la existencia de la señora Petyák cuando él me enseñó, como a su benefactor, la imagen de un bebé.

–Mire, señor, un Petyák aún más pequeño.

Ese también sonreía.

Un niño, ay ay, tan pronto.

Petyák me miró a los ojos avergonzado: 

–No por nada soy taquígrafo.

Menciono al retoño de Petyák porque sin duda fue su nacimiento y los apuros que llegaban hasta las nubes los que movieron a Petyák a su segunda acción. Él mismo lo denominaba, no sin cierta incertidumbre, fundación de una religión.

Eso consistía en que Petyák invitaba a los caballeros a entrar a formar parte de las filas de fieles de su religión. Él se encargaría de llevar todos los pecados de los que entraban por una suma total de dos mil coronas. Nos trataba de seducir diciendo que habíamos tenido guerra y revolución, habíamos tenido de todo, ¡para no hablar de la cantidad de pecados que íbamos a cometer en el futuro! Adelante, adelante., Él, Petyák, se encargaría de llevar nuestros pecados y se responsabilizaría en el más allá de los actos de todos sus fieles. Había que pagar dos mil por adelantado, nos daría recibo, y nosotros podríamos pecar todo lo que se nos antojara.

Desde luego, me di de alta a lo loco. Desde entonces no paro de pecar. Y antes era igual, ¡ay!, no existe en la Tierra alma más cargada de pecados que yo.

A veces siento cierta inquietud en mi interor. Es la conciencia que se remueve dentro de mí. Sí. Al pobre desgraciado de Petyák, se lo van a llevar en mi lugar el Día del Juicio Final. No es nada elegante cometer tantas travesuras a expensas del pobre Petyák. Agacho mi canosa cabeza. Ya es hora de reformarme.

Traducción de Eszter Orbán y Elena Ibáñez

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